jueves, septiembre 09, 2021

Sobre la soberbia y la frustración

            Las construcciones de consensos distan mucho de ser sencillas.

            Tienen ingredientes difíciles de equilibrar.

            Cualquier despistado podría pensar que los egos, la soberbia, las convicciones limitantes, la incapacidad de escucha, entre otras cosas, son los ingredientes necesarios en la receta; pero no creo que sea así. Más bien creo que lo enumerado son síntomas de otras cosas. Veamos si lo puedo dejar en claro, en toda negociación (y generar consenso implica necesariamente una negociación) lo esencial son los intereses en pugna, y esos intereses son los ingredientes que las partes de la negociación deben conjugar para la generación del tan ansiado consenso. 

            Pero, los intereses rara, muy rara vez se manifiestan en el curso de la negociación, de hecho, uno de los modos de negociar es esconder o maquillar los verdaderos intereses en miras a que el negociador contrincante arme su estrategia de negociación sobre un objetivo falso.

            Es por esto que afirmo que lo que se ve en la negociación pocas veces es lo que realmente se quiere. La pregunta que me surge a continuación es entonces, como desnudar el real interés del contrincante, para poder tomar control de la dirección de la negociación. Bueno, primero tengo que despojarme de la emocionalidad que el otro genera en mí, digo, superar todas las capas de maquillaje, intencionalidades, argucias, preconceptos, etc y empezar a bucear en el hondo interés real no manifiesto. Tarea de hecho difícil pues primero tendré que consensuar conmigo. 


domingo, marzo 14, 2021

Otro Nadie

Ella era prácticamente nadie. Tan nadie como la mayoría de la gente, como nosotros.

Nadie alquilaba un departamentito, pieza, cocina y baño, en uno de los barrios que circundan el centro comercial y administrativo de esa ciudad (que para más datos era como tantas ciudades); además tenía un trabajo que era común y corriente, ocho horas de lunes a viernes, en una oficina donde muchos como ella dejaban parte de su día entre hojas y números y pantallas. La relación entre ellos era la obvia y esperada, cordial y desatenta, frugal y superflua. Todos demostrando a todos la vigencia del status quo, retroalimentándose con la calma infundida como un bálsamo, como el beso de las buenas noches que encerraba la promesa del nuevo día.
Ella no poseía pretensiones conscientes. Sus deseos eran casi ensoñaciones leves, cuyo objeto consistía en matar el paso del tiempo. Del tiempo muerto, del no productivo tiempo, del tiempo que se iba en la espera del transporte que la llevara a la rutina de la diaria seguridad, llámese trabajo, llámese TV, llámese interrelación de ocasión o de compromiso. O, a veces, del tiempo que tardaba en conciliar el sueño en esos días en que el esquema era alterado por algún contratiempo. O también del tiempo de los domingos en que no tenía con qué pagar el sucedáneo de la diversión superflua. O del tiempo de la angustia que presentía.
Ella, nadie, no insistía en deseos, porque su vida estaba diagramada de modo en que no hubiera espacio.
Nadie, no tenía pasado ni ansiaba futuro. Todo su ser se reducía a un hoy conocido. A un hoy de familiaridades donde cada objeto cumplía el rol de la confirmación, confirmación de que su yo individual era el que encajaba en el yo colectivo.
Ella, como todos, cumplía con las obligaciones auto impuestas. Y nunca se defraudaba. Y aseguraba así que nadie fuese defraudado.
Ella se permitía ser previsible hasta en lo imprevisible. Ella contaba número a número, pronunciaba letra a letra, medía minuto a minuto.
Ella tampoco era consciente de su imagen, porque no la poseía, porque sus reflejos eran otros ellas, muchos ellas, con diferencias biológicas, o de gusto, o de capacidad de consumo, o de origen, pero en el fondo la inexorable misma esencia, la ecuación final, la naturaleza humana. Pero aquella naturaleza humana ordenada y tabulada que era puesta al servicio de la existencia de la moderna sociedad. Al servicio de la existencia de la supranaturaleza, la naturaleza total, el millar de humanidades sin conciencia (individualidad) necesarias para la supervivencia estable y rentable. Una más, tan indispensable y tan dispensable. Porque la base de la vida social contiene la paradoja necesidad-innecesariedad, beneficio-sacrificio, civilización-barbarie; y tal paradoja se extiende a todo el sistema, desde lo orgánico a lo individual. Pero dicha paradoja posee un remedio, cual es la previsión para piezas defectuosas. Todo entonces está calculado y todo entonces tiene solución, y todo entonces puede seguir funcionando.
Nadie, no tenía perspectiva, porque no se proyectaba, porque era nadie (o todos). Nadie tampoco conocía la introspección, porque su mundo interior era vivido a través de la ficción artificial a la que tenía acceso en la medida de su necesidad y sin restricciones, casi sin costo también (o mejor, con costo de ficción, para que parezca real).
Nadie tenía posibilidades de interacción, pero no podía crear lazos, no es que fuese necesario crearlos, porque sus deseos nacían y fenecían en ella y en cada uno de todos los demás; así entonces el output era correspondido con el input y viceversa. Debido a la vacuidad de contenido de los outputs-inputs, daba lo mismo tanto el sostén físico de la comunicación como el objeto receptor de la misma. Los mensajes eran enviados y recibidos sin alterar el contenedor, sin siquiera modificar los modos de comunicación en sí. Y esto por la previsión, y esto porque cada deseo (si acaso tenía existencia) era de sí y para sí. Y el otro se limitaba a confirmar la recepción como acto, y el requerido se transformaba luego en requirente, y el emisor en requerido. La perfección del intercambio, aquella donde no hay residuo de otra conciencia, donde sólo existe la confirmación del envió más que la de la recepción.